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  Los sacrificios aztecas y el embajador de Venezuela
 

Los sacrificios aztecas
y el embajador de Venezuela

Recientemente, en octubre de 2010, el embajador de Venezuela, Isaías Rodríguez, ha asegurado en el País Vasco que “España es culpable del mayor genocidio de la Historia”. No es la primera vez que ignorantes de la Historia hacen tales afirmaciones, más propias de la leyenda negra de tiempos ya remotos. Ya en 1992, el entonces Comisario de la Expo de Sevilla, a la hora de inaugurar el V Centenario del Descubrimiento de América, en el discurso de apertura tuvo la “ocurrencia” de pedir perdón a América por haberla descubierto los españoles.

 El señor embajador de Venezuela, Isaías Rodríguez (apellido español, por cierto. ¿Qué harían sus antepasados en Venezuela?), pretende mostrar a los españoles como sádicos y crueles frente a los cándidos e ingenuos indígenas. Veamos, brevemente, centrándonos en un caso muy documentado, el de México, si los indígenas eran tan bondadosos y, por el contrario, los españoles que llegaron pudieron aplicar prácticas más crueles a las allí habituales. Nos vamos a centrar en la práctica de los sacrificios humanos en México muy bien estudiados por la antropóloga francesa Danièle Dehouve.

 Antes de la llegada de los españoles al Nuevo Mundo, los ritos sangrientos y sacrificios humanos entre los indios mexicas no eran ni esporádicos ni espontáneos, sino que existía una compleja “cultura” en torno a ellos.

La práctica de rituales sangrientos y sacrificios humanos por parte del pueblo azteca, que ocupaba el centro de México, ayudan a comprender mejor la religión azteca. Los aztecas practicaron tres tipos de rituales sangrientos relacionados con el ser humano: el autosacrificio, la guerra con sus rituales asociados y los sacrificios agrarios. Las ceremonias aztecas comenzaban con el autosacrificio y proseguían con la guerra.

1. El autosacrificio

En primer lugar, el autosacrificio consistía en llevar a cabo diversos rituales de mortificación: el ayuno, la abstinencia sexual, el encierro, la vigilia y los derramamientos de sangre. Ingerir tabaco, fumado o tragado crudo, mezclado con cal, acompañaba a esos sacrificios. Para el derramamiento de sangre, el penitente taladraba su piel en diversas partes del cuerpo –brazos, piernas, orejas, párpados, lengua y pene– con la ayuda de instrumentos puntiagudos –espinas de maguey, punzones de hueso…Con la sangre que brotaba untaba tiras de papel o introducía cañas o cuerdas a través de su carne. Las espinas de maguey ensangrentadas eran expuestas sobre ramas de pino llamadas acxóyatl o clavadas en unas bolas de heno (zacatapayolli). La dureza de la penitencia dependía del lugar del cuerpo que taladraba y del número y tamaño de los objetos introducidos.

Esas penitencias y autosacrificios precedían a cualquier ritual de importancia: antes de salir a la guerra, en caso de desastre y hambruna y al principio de las principales fiestas anuales…Y esas prácticas sangrientas fueron comunes en toda la América Central; no sólo los aztecas, también los olmecas y los mayas llevaron a cabo rituales sangrientos y se han encontrado dientes de tiburón, aguijones de raya y sangraderas de pedernal que servían para tales fines. A lo largo de más de dos mil años el hombre de Mesoamérica ha practicado la automutilación.

Sin embargo, el autosacrificio y la automutilación eran prácticas duras pero no llegaban nunca a provocar la muerte del penitente. Los rituales con muertes humanas no se realizaban nunca sin que el maestro de ceremonias hubiera sufrido las mortificaciones anteriormente citadas. El cronista Muñoz Camargo, en su Historia de Tlaxcala, explica que los hombres ofrecían al dios todo lo que podían de su sangre y su dolor “y al cabo le ofrecían el corazón por lo mejor de su cuerpo, que no tenían otra cosa que ledar, prometiendo darle tantos corazones de hombres y de niños para aplacar la ira de sus dioses, o para alcanzar y conseguir otras pretensiones que deseaban”. Pero este corazón ofrecido ya no era suyo, el del maestro de ceremonias, sino el de una víctima de sustitución. De alguna forma, el sacrificio humano pudo haber sido una prolongación del autosacrificio. 

2. Los rituales guerreros

Entre los aztecas la guerra representaba una actividad totalmente ritualizada. Comenzaba con la penitencia de los guerreros, sus mujeres y los sacerdotes. Mientras las mujeres presentaban ofrendas de los huesos de los enemigos matados en una expedición anterior, en el campo de batalla los sacerdotes prendían un fuego justo antes de que los guerreros se lanzaran a cautivar a sus enemigos. Los primeros prisioneros eran matados en seguida por escisión del corazón, mientras los siguientes eran llevados a Tenochtitlán. Para recibirlos, el rey y los guerreros se sangraban. Los enemigos prisioneros eran sacrificados durante la fiesta de Tlacaxipehualiztli (la desolladura de hombres), correspondiente a nuestro mes de marzo, mediante tres suplicios.


El primero consistía en el arrancamiento del corazón, asociado con la desolladura. En primer lugar el sacerdote arrancaba el corazón del cautivo en la cumbre de la pirámide, sobre la piedra sacrificial llamada téchcatl. A continuación colocaba el corazón en un recipiente llamado cuauhxicalli (la vasija de las águilas) y arrojaba el cuerpo escaleras abajo, donde otros sacerdotes lo recogían y lo desollaban. Los restos del cuerpo eran repartidos por el guerrero triunfador entre sus parientes y comido. Mientras tanto iniciaban los rituales en honor a la piel del difunto. Llamada xipe, esa piel daba su nombre al dios patrón de la fiesta –Xipe Tótec–; unos hombres la revestían y la guardaban puesta durante veinte días.

El segundo suplicio era un combate simulado, al cual los españoles dieron el nombre de “sacrificio gladiatorio”. Uno por uno, cada cautivo era amarrado a una gran piedra redonda llamada temalácatl, situada al pie de las pirámides. Armado con espadas falsas, peleaba contra los guerreros armados de verdaderas espadas. Ya muerta la víctima, un sacerdote extraía su corazón, mientras el cautivador llevaba su cuerpo.

Algunas ciudades del altiplano practicaban un tercer suplicio. Los cautivos, atados a una clase de espaldera, eran flechados por la multitud de guerreros que los rodeaban.

El cautivador guardaba los huesos de la cabeza y de los miembros de sus víctimas. Conservados en su domicilio, los huesos, vestidos y cubiertos con una máscara, eran llamados maltéotl (“dios cautivo”) y se les rendía un culto en tiempo de guerra. A su muerte los grandes guerreros eran incinerados junto con los huesos de sus cautivos. Además, en el centro de cada ciudad del altiplano se erguía un tzompantli (“hilera de cabezas”), es decir, una plataforma de piedra cubierta con un conjunto de postes que atravesaban los cráneos de las víctimas. Según varios textos contemporáneos de la conquista, el recinto sagrado de Tenochtitlán poseía ocho tzompantlis, no descubiertos aún por los arqueólogos. En cambio, las excavaciones han puesto a luz el tzompantli de Tlatelolco (de donde provienen 179 cráneos) y el de Zultépec en el estado de Tlaxcala.

Al parecer, los rituales guerreros remitían a las cacerías practicadas por los ancestros nómadas de los aztecas llamados chichimecas.


La guerra azteca era una clase de cacería humana. Capturar el animal vivo para arrancarle después el corazón y la piel eran prácticas corrientes del cazador, así como el flechamiento de la presa. Además, los cazadores solían conservar los huesos de las presas y colocarlos en las cuevas o los árboles, del mismo modo que el guerrero guardaba los huesos de sus enemigos.

También en América del sur –de donde procede el señor embajador de Venezuela-, otros pueblos amerindios practicaron rituales semejantes relacionados con la guerra: desolladura, escisión del corazón, flechamiento, canibalismo ritual, preservación de trofeos de cabezas humanas y sacrificio de prisioneros valientes son comunes en el área mesoamericana, en los Andes y entre grupos de indios caribes en Venezuela y Colombia.

3. Los sacrificios agrarios

A diferencia de los ritos sangrientos guerreros, la muerte de víctimas humanas en el contexto de las ceremonias agrícolas responde estrechamente a la definición clásica del sacrificio, con un sacrificante (el campesino), una víctima (hombre, mujer o niño) y una deidad (dioses y diosas de la fertilidad y de la agricultura). La víctima representaba la deidad; vestida como ella, era sacrificada antes de ser, según los casos, enterrada o consumida por los actores rituales.

Las ceremonias se dirigían a los fenómenos naturales involucrados en la agricultura y representados como deidades –del agua, del maíz y del sol–, y seguían los meses del calendario anual. Así, en junio se sacrificaba a un joven adulto en honor a Tláloc, dios de la lluvia, y a una muchacha en honor a las aguas de la laguna. Más tarde, inmolaban a unas mujeres que representaban la mazorca en varias etapas de su maduración, y a unos hombres que encarnaban los dioses solares Huitzilopochtli y Tezcatlipoca. Las modalidades de esas muertes correspondían al simbolismo buscado. Por ejemplo, las representantes de los dioses del maíz eran desolladas de su piel como la mazorca suele ser desollada de sus hojas, mientras las encarnaciones de las diosas acuáticas eran degolladas para que la sangre brotara como el agua del manantial.

La vida cotidiana de los aztecas seguía los ritmos de estas ceremonias complejas marcadas por el autosacrificio y el sacrificio

 ¿A qué escala fue practicado el sacrificio humano?

De la presencia del sacrificio humano entre los aztecas existen pruebas arqueológicas (en particular proporcionadas por las excavaciones en el Templo Mayor de México y Tlatelolco) y pruebas antropológicas, pues el sacrificio se encontraba en el meollo de los ritos, de los mitos y en el centro de la arquitectura urbana.

Un documento pictográfico, el Códice Telleriano-Remensis, ofrece el dibujo de las ceremonias realizadas en el año 1487 para festejar la instalación en el poder del rey Ahuízotl, dando estas cantidades de guerreros sacrificados: dos veces 8,000 (16,000), más diez por cuatrocientos (4,000). Si creemos este documento, fueron 20,000 víctimas humanas sacrificadas en esta ocasión. Del mismo modo, varias crónicas españolas mencionan la cantidad de cráneos conservados en los tzompantlis de las ciudades del centro de México. El conquistador Andrés de Tapia habla de 136,000 cráneos, mientras el franciscano Motolinía cuenta entre quinientos y mil de ellos. Pero, hasta la fecha, quinientos años después, los arqueólogos han descubierto un número mucho menor de cráneos en el tzompantli de Tlatelolco.

De manera general, los rituales sangrientos, incluyendo tanto la penitencia y el autosacrificio como las muertes rituales de animales y hombres, representaron sin duda un principio rector en la cultura y sociedad azteca, y más ampliamente en el área mesoamericana durante más de dos mil años.

Algunas de las festividades aztecas eran las siguientes:

Fiesta de Atlacacauallo 2 al 21 de febrero, con sacrificios de niños en diversos montes a los que se les realizaba la extracción de corazones y antropofagia ritual.

Fiestas de Tlacaxipehualiztli, del 22 al 13 e marzo, con sacrificio de cautivos, hombres, mujeres y niños, con extracción de corazones y desollamiento.

Festividad de Toxcatl, del 23 de abril al 12 de mayo, dedicada al sacrificio de un joven cautivo escogido y criado con lujos durante un año, con extracción de corazón incluida.

Cuando llegaron los “genocidas” españoles, evidentemente esos rituales sangrientos fueron eliminados y sus fiestas cristianizadas (y humanizadas).

Habría que preguntar al embajador de Venezuela, señor Rodríguez, qué papel desempeñaron sus antepasados cuando llegaron a América ¿Se identificaron con la cultura indígena, practicante de rituales sangrientos, o intentaron civilizar y humanizar sus vidas? Si dedicase el señor embajador parte de su tiempo a leer algo más sobre historia, por ejemplo, la obra editada en México Las huellas de los conquistadores, de Carlos Pereyra, sabría que, aparte de los indígenas muertos por enfermedades europeas, maltrato o guerras, la población indígena americana en muchos casos se fusionó con los españoles, que no tuvieron escrúpulos para llevar a cabo la mezcla racial, a juzgar por la abundancia de pobladores mestizos de aquellas tierras. Los antepasados del señor Rodríguez se mezclaron con los indígenas o se mantuvieron “puros”.

Ciertamente, el embajador Rodríguez confirma que la Leyenda Negra sigue viva y que se puede insultar a los españoles en su misma tierra, con la pasividad y el silencio de sus gobernantes. ¡Complejos!


Ayuda a comprender muy bien esa época y cultura que el señor Rodríguez parece añorar tanto, la película de Mel Gibson Apocalypto, para entender con qué prácticas terminaron los españoles, sin terminar con los indígenas (el mismo Hernán Cortés tuvo como mujer a una azteca, bautizada Marina).

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