Un poco de Historia... y un poco de todo
   
  Un poco de Historia ...y un poco de todo
  Memoria histórica contrastada
 

2 de junio, tal día como hoy

Memoria histórica contrastada

 

El 14 de abril de 1931 se proclamó en Madrid la II República en medio de <<un movimiento general de curiosidad que se convirtió en un estallido de entusiasmo (…) El desbordamiento del entusiasmo de la juventud popular de Madrid ha durado 26 horas seguidas, pero la disciplina ha sido admirable>> en palabras de Josep Plá en <<La Veu de Catalunya>> (18 de abril de 1931).

Una República que concitó en sus comienzos tantas simpatías y adhesiones, rápidamente comenzó a generar tensiones en varios frentes, entre ellos el social, el militar y el religioso. En diciembre de ese mismo año, 1931, se aprobó en las Cortes una Constitución republicana que, en palabras, del Presidente del Gobierno Provisional y, posteriormente, Presidente de la República, Alcalá Zamora, <<invitaba a la guerra civil.>>


Alcalá Zamora

A pesar de que la Jerarquía de la Iglesia reconoció desde el principio el nuevo régimen republicano y de que el diario católico El Debate manifestase en editorial del 15 de abril de 1931 que <<La República es la forma de gobierno establecida en España; en consecuencia, nuestro deber es acatarla,>> una oleada de rabioso anticlericalismo, más propio del siglo XIX, arrasó total o parcialmente más de cien templos de las principales ciudades españolas ante la pasividad del gobierno republicano. Agresiones similares se producirán durante 1932.

Se podría pensar que semejantes incidentes fueron espontáneos, fruto de la acción de descontrolados, si de forma paralela las leyes no hubiesen acompañado e incitado de alguna manera a sectores laicistas violentos.

Ya la Constitución republicana de 1931 deja entrever aspectos que podrían ser contradictorios y generar polémicas. Si el artículo 25 afirma que <<No podrá ser fundamento de privilegio jurídico: la naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la riqueza, las ideas políticas ni las creencias religiosas>> se sobreentiende que las creencias religiosas tampoco podrán ser fundamento de discriminación.

El Artículo 26 establece que <<Todas las confesiones serán consideradas como Asociaciones sometidas a una ley especial. El Estado, las regiones, las provincias y los Municipios no mantendrán, favorecerán, ni auxiliarán económicamente a las Iglesias, Asociaciones e Instituciones religiosas.>>

<<Las demás Órdenes religiosas se someterán a una ley especial votada por estas Cortes constituyentes y ajustadas a las siguientes bases:

          1º. Disolución de las que, por sus actividades, constituyan un peligro para la seguridad del Estado (...)

          4º. Prohibición de ejercer la industria, el comercio o la enseñanza (...)>>

 

Acogiéndose al Artículo 26.1, el Gobierno Republicano Socialista disolvió –como se había hecho en tantas ocasiones desde la expulsión de 1767- la Compañía de Jesús y se apropió sin indemnización (¿claro?) de todos sus bienes. En Madrid, la Casa Profesa de Isabel la Católica, la Iglesia de la calle de la Flor, el Colegio de Areneros y otros varios templos y edificios de la Compañía de Jesús habían sido con anterioridad arruinados por los incendios o asaltados por las turbas.

Si el artículo 25 proclama la igualdad de todos los ciudadanos al prohibir privilegios jurídicos, ¿por qué habría que someter a una ley especial a aquellos ciudadanos que perteneciesen a asociaciones e instituciones religiosas? ¿Por qué no una ley especial para los partidos políticos, o los sindicatos, o las asociaciones culturales?

¿Cómo se puede conjugar esa Ley especial con el artículo 27 que afirma <<La libertad de conciencia y el derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión quedan garantizados en el territorio español, salvo el respeto debido a las exigencias de la moral pública (...)>>

 

Efectivamente, esa Ley especial que anunciaba la Constitución de 1931 llegó, tal día como hoy, el 2 de junio de 1933 en forma de Ley de Congregaciones Religiosas. Tras denominación en apariencia tan neutra se ocultan, entre otras, las siguientes disposiciones:

 

a)      El artículo 11 de dicha Ley establece que <<pertenecen a la propiedad pública nacional los templos de toda clase y sus edificios anexos, los palacios episcopales y casas rectorales…los muebles, ornamentos, imágenes, cuadros, vasos, joyas, telas, y demás objetos de esta clase destinados al culto católico…>> ¡¡!! Así, sin más, el Estado se apropia, por ley, de todos los bienes de la Iglesia española sin pagar ninguna indemnización. Aquellos españoles que habían donado sus bienes particulares a instituciones de beneficencia, educativas o eclesiales se encuentran con la sorpresa de que ahora todo pasa a poder del Estado por decisión del Estado. De nuevo la pregunta: ¿y por qué no los locales políticos o sindicales o…?

b)      Algo parecido establece el Artículo 21 para las instituciones de beneficencia de la Iglesia española. ¿Quiénes resultarán perjudicados, como ocurrió con las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz? ¿Quién atenderá ahora a los que no tienen recursos para comer, para educación…?

c)      El artículo 23 prohíbe a las órdenes y congregaciones religiosas <<ejercer actividad política de ninguna clase>>. En este caso, el Estado podría clausurar de forma preventiva los establecimientos sospechosos de practicar esa actividad política, legítima para cualquier otro ciudadano, pero no para un religioso. ¿Quién garantizará que el Estado, que ha hecho la ley, no haga la trampa?

 

España ha dejado de ser católica,
Azaña dixit

Ya en el debate constitucional de 1931, Álvaro de Albornoz, ministro de Fomento dejó claro que <<Una Constitución no puede ser nunca una transacción entre los partidos (…)>> ¿Debe ser impuesta entonces? Por otra parte, el talante jacobino de Azaña se puso de manifiesto cuando afirmó que <<España ha dejado de ser católica>> y, cuando se enumeraban los millones de españoles que profesaban la religión católica en aquella democracia republicana salía con un «pero lo que da el ser religioso de un país, de un pueblo y de una sociedad no es la suma numérica de creencias o de creyentes, sino el esfuerzo creador de su mente, el rumbo que sigue su cultura». Si no cuentan los números en democracia ¿cómo se mide el esfuerzo creador o el rumbo de la cultura? ¿Cómo llegó Azaña al poder si no es a través de la suma numérica de votos? Cuando, en mayo de 1931, sean quemados los templos en Madrid, Azaña dejará clara la pasividad de su postura como Jefe del Gobierno con un <<Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano>>.

 

Pío XI

Las anteriores disposiciones legislativas y la actitud del Gobierno republicano socialista pueden ayudar a comprender la respuesta de la Iglesia por boca del entonces Papa Pío XI. Este Papa será el que en 1931 condene al fascismo italiano en la Encíclica Non abbiamo bisogno. En el punto 6 de dicha carta, Pío XI se expresa con claridad sobre el régimen fascista:

<<¡cuántas brutalidades y violencias, que llegaron hasta los golpes y a la sangre, cuántas irreverencias de prensa, de palabras y de hechos contra las cosas y contra las personas, incluso la Nuestra, han precedido, acompañado y seguido la ejecución de la inopinada medida de policía! Y ésta con frecuencia se ha extendido, por ignorancia o por un celo maligno, a ciertas asociaciones e instituciones que ni siquiera estaban comprendidas en las órdenes superiores, como los oratorios de los niños y las piadosas congregaciones de Hijas de María.>>

En 1937 Pío XI publica el 14 de marzo la Carta Encíclica
Mit brennender sorge (con ardiente inquietud, en alemán) en la que condena abiertamente al régimen nazi:

<<
Todo el que tome la raza, o el pueblo o el Estado, o una forma determinada del Estado, o los representantes del poder estatal u otros elementos fundamentales de la sociedad humana […] y los divinice con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado e impuesto por Dios>>. Esta encíclica será leída desde los púlpitos de los más de 11000 templos católicos alemanes en una clara actitud de crítica frente el régimen nazi.

 Se conocen y se publican multitud de discursos, declaraciones y memorias de Azaña y políticos españoles de la II República, como los que hemos citado. Lo que no se suele hacer en la misma proporción, es dar a conocer declaraciones en respuesta a esas actuaciones y palabras por parte de los afectados. Pío XI publicará, tal día como mañana, el 3 de junio de 1933 –al día siguiente a la publicación de la Ley de Congregaciones Religiosas- la Encíclica Dilectissima nobis; en ella muestra la actitud de la Iglesia desde los primeros tiempos de la II República y expresa la preocupación eclesial ante la legislación laicista, incautadora y discriminadora hacia todo lo religioso que lleva a cabo el Gobierno republicano socialista de Azaña, en cuyo mandato se llegó incluso a establecer que quienes quisieran enterrarse como católicos debían hacer una declaración notarial al respecto.

 Como veremos, la Encíclica termina llamando a los católicos a la acción para lograr «por todos los medios legítimos», que la legislación persecutoria fuera derogada, aunque sin olvidar «que, más que en el auxilio de los hombres, hemos de confiar en la indefectible asistencia prometida por Dios a su Iglesia».
Pío XI no logró con esta Encíclica suavizar la política antirreligiosa de la República, pero pocos meses después Azaña y su gobierno perderían las elecciones (¿casualidad? o fue resultado de la suma numérica de creyentes? utilizando la expresión azañista). La victoria de la CEDA y los radicales proporcionó una relativa paz, interrumpida por la revolución socialista de octubre de 1934, en que fueron destruidas 48 iglesias y asesinados 34 religiosos. En lo tocante a libertades religiosas, la situación empeoró notablemente tras el triunfo del Frente Popular, con 160 iglesias totalmente destruidas y otras 251 dañadas entre los meses de febrero y junio, según puede leerse en el informe presentado a las Cortes por Gil Robles. En palabras de Bullón de Mendoza, <<Como había vaticinado Pío XI, la persecución religiosa no fue buena para la convivencia, y muchos de los que fueron a la guerra en 1936 lo hicieron convencidos de tomar parte en una auténtica cruzada>>.

(las marcas en negrita de la Encíclica son nuestras)

CARTA ENCÍCLICA

DILECTISSIMA NOBIS

(…)
A LOS OBISPOS, AL CLERO
Y A TODO EL PUEBLO DE ESPAÑA

SOBRE LA INJUSTA SITUACIÓN CREADA A LA IGLESIA CATÓLICA EN ESPAÑA

(…)No hemos dejado de hacer presente con frecuencia a los actuales gobernantes de España —según Nos dictaba Nuestro paternal corazón— cuán falso era el camino que seguían, y de recordarles que no es hiriendo el alma del pueblo en sus más profundos y caros sentimientos, como se consigue aquella concordia de los espíritus, que es indispensable para la prosperidad de una Nación. (…)Mas ahora no podemos menos de levantar de nuevo nuestra voz contra la ley, recientemente aprobada, referente a las Confesiones y Congregaciones Religiosas, ya que ésta constituye una nueva y más grave ofensa, no sólo a la religión y a la Iglesia, sino también a los decantados principios de libertad civil, sobre los cuales declara basarse el nuevo régimen español.

Ni se crea que Nuestra palabra esté inspirada en sentimientos de aversión contra la nueva forma de gobierno o contra otras innovaciones, puramente políticas, que recientemente han tenido lugar en España. Pues todos saben que la Iglesia Católica, no estando bajo ningún respecto ligada a una forma de gobierno más que a otra, con tal que queden a salvo los derechos de Dios y de la conciencia cristiana, no encuentra dificultad en avenirse con las diversas instituciones civiles sean monárquicas, o republicanas, aristocráticas o democráticas.

Prueba manifiesta de ello son, para no citar sino hechos recientes, los numerosos Concordatos y Acuerdos, estipulados en estos últimos años, y las relaciones diplomáticas, que la Santa Sede ha entablado con diversos Estados, en los cuales, después de la última gran guerra, a gobiernos monárquicos han sustituido gobiernos republicanos.

Ni estas nuevas Repúblicas han tenido jamás que sufrir en sus instituciones, ni en sus justas aspiraciones a la grandeza y bienestar nacional, por efecto de sus amistosas relaciones con la Santa Sede, (…)

Antes bien, podemos afirmar con toda certeza, que los mismos Estados han reportado notables ventajas de estos confiados acuerdos con la Iglesia; pues todos saben, que no se opone dique más poderoso al desbordamiento del desorden social, que la Iglesia, la cual siendo educadora excelsa de los pueblos, ha sabido siempre unir en fecundo acuerdo el principio de la legítima libertad con el de la autoridad, las exigencias de la justicia con el bien de la paz.

Nada de esto ignoraba el Gobierno de la nueva República Española, pues estaba bien enterado de las buenas disposiciones tanto Nuestras como del Episcopado Español para secundar el mantenimiento del orden y de la tranquilidad social.

Y con Nos y con el Episcopado estaba de acuerdo no solamente el clero tanto secular como regular, sino también los católicos seglares, o sea, la gran mayoría del pueblo español; el cual, no obstante las opiniones personales, no obstante las provocaciones y vejámenes de los enemigos de la Iglesia, ha estado lejos de actos de violencia y represalia, manteniéndose en la tranquila sujeción al poder constituido, sin dar lugar a desórdenes, y mucho menos a guerras civiles. Ni, a otra causa alguna, fuera de esta disciplina y sujeción, inspirada en las enseñanzas y en el espíritu católico, se podría en verdad atribuir con mayor derecho, cuanto se ha podido conservar de aquella paz e tranquilidad públicas, que las turbulencias de los partidos y las pasiones de los revolucionarios se han esforzado por perturbar, empujando a la Nación hacia el abismo de la anarquía.

Por esto Nos ha causado profunda extrañeza y vivo pesar el saber que algunos, como para justificar los inicuos procedimientos contra la Iglesia, hayan aducido públicamente como razón la necesidad de defender la nueva República.

Tan evidente aparece por lo dicho la inconsistencia del motivo aducido, que da derecho a atribuir la persecución movida contra la Iglesia en España, más que a incomprensión de la fe católica y de sus benéficas instituciones, al odio que «contra el Señor y contra su Cristo» fomentan sectas subversivas de todo orden religioso y social, como por desgracia vemos que sucede en Méjico y en Rusia.

No nos detenemos ahora a repetir aquí cuán gravísimo error sea afirmar que es lícita y buena la separación en sí misma, especialmente en una Nación que es católica en casi su totalidad. Para quien la penetra a fondo, la separación no es más que una funesta consecuencia (como tantas veces lo hemos declarado especialmente en la Encíclica « Quas primas ») del laicismo o sea de la apostasía de la sociedad moderna que pretende alejarse de Dios y de la Iglesia. (…)Pues si tal atentado redunda en daño irreparable de la conciencia cristiana del país, especialmente de la juventud a la que se quiere educar sin religión, y de la familia, profanada en sus más sagrados principios; no menor es el daño que recae sobre la misma autoridad civil, la cual, perdido el apoyo que la recomienda y la sostiene en la conciencia de los pueblos, es decir, faltando la persuasión de ser divinos su origen, su dependencia y su sanción, llega a perder junto con su más grande fuerza de obligación, el más alto título de acatamiento y respeto.

Al contrario los nuevos legisladores españoles, no cuidándose de estas lecciones de la historia, han adoptado una forma de separación hostil a la fe que profesa la inmensa mayoría de los ciudadanos, separación tanto más penosa e injusta, cuanto que se decreta en nombre de la libertad, y se la hace llegar hasta la negación del derecho común y de aquella misma libertad, que se promete y se asegura a todos indistintamente. De ese modo se ha querido sujetar a la Iglesia y a sus ministros a medidas de excepción que tienden a ponerla a merced del poder civil.

De hecho, en virtud de la Constitución y de las leyes posteriormente emanadas, mientras todas las opiniones, aun las más erróneas, tienen amplio campo para manifestarse, solo la religión católica, religión de la casi totalidad de los ciudadanos, ve que se la vigila odiosamente en la enseñanza, y que se ponen trabas a las escuelas y otras instituciones suyas, tan beneméritas de la ciencia y de la cultura española. El mismo ejercicio del culto católico, aun en sus más esenciales y tradicionales manifestaciones, no está exento de limitaciones, como la asistencia religiosa en los institutos dependientes del Estado; las procesiones religiosas, las cuales necesitarán autorización especial gubernativa en cada caso; la misma administración de los Sacramentos a los moribundos, y los funerales a los difuntos.

Más manifiesta es aún la contradicción en lo que mira a la propiedad. La Constitución reconoce a todos los ciudadanos la legítima facultad de poseer, y, como es propio de todas las legislaciones en países civilizados, garantiza y tutela el ejercicio de tan importante derecho emanado de la misma naturaleza. Pues aun en este punto se ha querido crear una excepción en daño de la Iglesia Católica, despojándola con patente injusticia de todos sus bienes. No se ha tomado en consideración la voluntad de los donantes, no se ha tenido en cuenta el fin espiritual y santo al que estaban destinados esos bienes, ni se han querido respetar en modo alguno, derechos antiquísimos y fundados sobre indiscutibles títulos jurídicos. No solo dejan ya de ser reconocidos como libre propiedad de la Iglesia Católica todos los edificios, palacios episcopales, casas rectorales, seminarios, monasterios, sino que son declarados, —con palabras que encubren mal la naturaleza del despojo— « propiedad pública nacional ». Más aún, mientras los edificios que fueron siempre legítima propiedad de las diversas entidades eclesiásticas, los deja la ley en uso a la Iglesia Católica y a sus ministros, a fin de que se empleen, conforme a su destino, para el culto; se llega a establecer que los tales edificios estarán sometidos a las tributaciones inherentes al uso de los mismos, obligando así a la Iglesia Católica a pagar tributos por los bienes que le han sido quitados violentamente. De este modo el poder civil se ha preparado un arma para hacer imposible a la Iglesia Católica aun el uso precario de sus bienes; porque, una vez despojada de todo, privada de todo subsidio, coartada en todas sus actividades, ¿cómo podrá pagar los tributos que se le impongan?

Ni se diga que la ley deja para el futuro a la Iglesia Católica una cierta facultad de poseer, al menos a titulo de propiedad privada, porque aun ese reconocimiento tan reducido, queda después casi anulado por el principio inmediatamente enunciado que, tales bienes sólo podrá conservarlos en la cuantía necesaria para el servicio religioso; con lo cual se obliga a la Iglesia a someter al examen del poder civil sus necesidades para el cumplimiento de su divina misión, y se erige el Estado laico en juez absoluto de cuanto se necesita para las funciones meramente espirituales; y así bien puede temerse que tal juicio estará en consonancia con el laicismo que intentan la ley y sus autores.

Y la usurpación del Estado no se ha detenido en los inmuebles. También los bienes muebles — catalogados con enumeración detalladísima, porque no escapase nada— o sea aun los ornamentos, imágenes, cuadros, vasos, joyas, telas y demás objetos de esta clase destinados expresa y permanentemente al culto católico, a su esplendor, o a las necesidades relacionadas directamente con él, han sido declarados propiedad pública nacional.

Y mientras se niega a la Iglesia el derecho de disponer libremente de lo que es suyo, como legítimamente adquirido, o donado a ella por los piadosos fieles, se atribuye al Estado y solo al Estado, el poder de disponer de ellos para otros fines, sin limitación alguna de objetos sagrados, aun de aquellos que por haber sido consagrados con rito especial están substraídos a todo uso profano, y llegando hasta excluir toda obligación del Estado a dar, en tan lamentable caso, compensación ninguna a la Iglesia.

Ni todo esto ha bastado para satisfacer a las tendencias anti-religiosas de los actuales legisladores. Ni siquiera los templos han sido perdonados, los templos, esplendor del arte, monumentos eximios de una historia gloriosa, decoro y orgullo de la nación a través de los siglos; los templos, casa de Dios y de oración, sobre los cuales siempre había gozado el pleno derecho de propiedad la Iglesia Católica, la cual —magnífico título de particular benemerencia— los había siempre conservado, embellecido, y adornado con amoroso cuidado. Aun los templos —y de nuevo Nos hemos de lamentar de que no pocos hayan sido presa de la criminal manía incendiaria— han sido declarados propiedad de la Nación, y así expuestos a la ingerencia de las autoridades civiles, que rigen hoy los públicos destinos sin respeto alguno al sentimiento religioso del buen pueblo español.

Es, pues, bien triste la situación creada a la Iglesia Católica en España.

El Clero ha sido ya privado de sus asignaciones con un acto totalmente contrario a la índole generosa del caballeresco pueblo español, y con el cual se viola un compromiso adquirido con pacto concordatario, y se vulnera aun la más estricta justicia, porque el Estado, que había fijado las asignaciones, no lo había hecho por concesión gratuita, sino a título de indemnización por bienes usurpados a la Iglesia.

Ahora también a las Congregaciones Religiosas se las trata, con esta ley nefasta, de un modo inhumano. Pues se arroja sobre ellas la injuriosa sospecha de que puedan ejercer una actividad política peligrosa para la seguridad del Estado, y con esto se estimulan las pasiones hostiles de la plebe a toda suerte de denuncias y persecuciones: vía fácil y expedita para perseguirlas de nuevo con odiosas vejaciones.

Se las sujeta a tantos y tales inventarios, registros e inspecciones, que revisten formas molestas y opresivas de fiscalización y hasta, después de haberlas privado del derecho de enseñar, y de ejercitar toda clase de actividad, con que puedan honestamente sustentarse, se las somete a las leyes tributarias, en la seguridad de que no podrán soportar el pago de los impuestos: nueva manera solapada de hacerles imposible la existencia.

Mas con tales disposiciones se viene en verdad a herir, no solo a los Religiosos, sino al pueblo mismo español, haciendo imposibles aquellas grandes Obras de caridad y beneficencia en pro de los pobres, que han sido siempre gloria magnífica de las Congregaciones Religiosas y de la España Católica.

Todavía sin embargo, en las penosas estrecheces a que se ve reducido en España el Clero secular y regular, Nos conforta el pensamiento de que la generosidad del pueblo español, aun en medio de la presente crisis económica, sabrá reparar dignamente tan dolorosa situación, haciendo menos insoportable a los Sacerdotes la verdadera pobreza que los agobia, a fin de que puedan con renovados bríos proveer al Culto divino y al ministerio pastoral.

(…)

¿No fue, por ventura, expresión de un ánimo profundamente hostil a la Religión Católica el haber disuelto aquellas Ordenes Religiosas que hacen voto de obediencia a una Autoridad diferente de la legítima del Estado?

Se quiso de este modo quitar del medio a la Compañía de Jesús, que bien puede gloriarse de ser uno de los más firmes auxiliares de la Cátedra de Pedro, con la esperanza acaso de poder después derribar, con menor dificultad y en corto plazo, la fe y la moral cristianas del corazón de la Nación Española que dio a la Iglesia la grande y gloriosa figura de Ignacio de Loyola. Pero con esto se quiso herir de lleno —como lo declaramos ya en otra ocasión públicamente— la misma Autoridad Suprema de la Iglesia Católica. No llegó la osadía, es verdad, a nombrar explícitamente la persona del Romano Pontífice; pero de hecho se definió extraña a la Nación Española la Autoridad del Vicario de Cristo; (…)

Pero no se dieron por satisfechos con haberse ensañado tanto en la grande y benemérita Compañía de Jesús: ahora, con la reciente ley, han querido asestar otro golpe gravísimo a todas las Órdenes y Congregaciones religiosas, prohibiéndoles la enseñanza. Con ello se ha consumado una obra de deplorable ingratitud y manifiesta injusticia. ¿Qué razón hay, en efecto, para quitar la libertad, a todos concedida, de ejercer la enseñanza, a una clase benemérita de ciudadanos, cuyo único crimen es el de haber abrazado una vida de renuncia y de perfección? ¿Se dirá, tal vez, que el ser religioso, es decir, el haberlo dejado y sacrificado todo, precisamente para dedicarse a la enseñanza y a la educación de la juventud como a una misión de apostolado, constituye un título de incapacidad para la misma enseñanza? Y sin embargo la experiencia demuestra con cuánto cuidado y con cuánta competencia han cumplido siempre su deber los religiosos, y cuán magníficos resultados, así en la instrucción del entendimiento como en la educación del corazón, han coronado su paciente labor. Lo prueba el número de hombres verdaderamente insignes en todos los campos de las ciencias humanas y al mismo tiempo católicos ejemplares, que han salido de las escuelas de los religiosos; lo demuestra el apogeo a que felizmente han llegado tales escuelas en España, no menos que la consoladora afluencia de alumnos que acuden a ellas. Lo confirma finalmente la confianza de que gozaban para con los padres de familia, los cuales habiendo recibido de Dios el derecho y el deber de educar a sus propios hijos, tienen también la sacrosanta libertad de escoger a los que deben ayudarles eficazmente en su obra educativa.

Pero ni siquiera ha sido bastante este gravísimo acto contra las Órdenes y Congregaciones Religiosas. Han conculcado además indiscutibles derechos de propiedad; han violado abiertamente la libre voluntad de los fundadores y bienhechores, apoderándose de los edificios con el fin de crear escuelas laicas, o sea escuelas sin Dios, precisamente allí donde la generosidad de los donantes había dispuesto que se diera una educación netamente católica.

De todo esto aparece por desgracia demasiado claro el designio con que se dictan tales disposiciones, que no es otro sino educar a las nuevas generaciones no ya en la indiferencia religiosa, sino con un espíritu abiertamente anticristiano, arrancar de las almas jóvenes los tradicionales sentimientos católicos tan profundamente arraigados en el buen pueblo español y secularizar así toda la enseñanza, inspirada hasta ahora en la religión y moral cristianas.

Frente a una ley tan lesiva de los derechos y libertades eclesiásticas, derechos que debemos defender y conservar en toda su integridad, creemos ser deber preciso de Nuestro Apostólico Ministerio reprobarla y condenarla. Por consiguiente Nos protestamos solemnemente y con todas Nuestras fuerzas contra la misma ley, declarando que esta no podrá nunca ser invocada contra los derechos imprescriptibles de la Iglesia.

Y querernos aquí de nuevo afirmar Nuestra viva esperanza de que Nuestros amados hijos de España, penetrados de la injusticia y del daño de tales medidas, se valdrán de todos los medios legítimos que por derecho natural y por disposiciones legales quedan a. su alcance, a fin de inducir a los mismos legisladores a reformar disposiciones tan contrarias a los derechos de todo ciudadano y tan hostiles a la Iglesia, sustituyéndolas con otras que sean conciliables con la conciencia católica. Pero entre tanto Nos, con todo el ánimo y corazón de Padre y Pastor, exhortamos vivamente a los Obispos, a los Sacerdotes y a todos los que en alguna manera intentan dedicarse a la educación de la juventud, a promover más intensamente con todas las fuerzas y por todos los medios, la enseñanza religiosa y la práctica de la vida, cristiana. (…)

Ante la amenaza de daños tan enormes, recomendamos de nuevo y vivamente a todos los católicos de España, que, dejando a un lado lamentos y recriminaciones, y subordinando al bien común de la patria y de la religión todo otro ideal, se unan todos disciplinados para la defensa de la fe y para alejar los peligros que amenazan a la misma sociedad civil.

(…)

Dado en Roma, junto a S. Pedro, día 3 de Junio, del año 1933, duodécimo de Nuestro Pontificado.

PlUS PP. XI



De lo que vendrá poco después, existen pruebas:


Restos del incendio del Colegio del Sagrado Corazón de Chamartín, en Madrid

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